viernes, 30 de mayo de 2008

El sujeto tacito


“vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó”

“El Aleph”, J. L. Borges

El atardecer se ponía sobre mis bostezos. Los últimos metros hasta la puerta parecían interminables. Mientras camino busco las llaves, la llave. Primero en mi bolsillo derecho en donde normalmente guardo las cosas por ser ese mi brazo más diestro. Luego de hundir mi mano entre la tela, acariciar el cuero de mi billetera y juguetear con unas monedas en el fondo del bolsillo, rozo las llaves, las siento, se que las tengo, pero en ese momento pensaba en otra cosa (no se en que, tal vez en nada) y no me percate de su existencia, de ninguna existencia.

Me paro frente a la puerta, exhalo, y comienzo a buscar en mis otros bolsillos mientras, a través de la madera oxidada de la misma, comienza a filtrarse el redundante sonido del teléfono. Me desespero y acelero mis movimientos. “No esta, no puede ser” pienso después de terminar la investigación. El aparato no deja de sonar. Reitero la búsqueda desde un principio. Encuentro, rezongo, me apuro, abro.

Aligero mi paso sin quitar la mirada del teléfono. Levanto el tubo. Un agudo constante apuñala mi tímpano.

Cuelgo con fuerza, violencia, ira, y, posiblemente, desilusión. Rezongo de nuevo. Apago la luz, que siempre dejo prendida cuando me voy. “Le temo a la oscuridad. A la soledad que ella implica, por eso dejo la luz prendida. Me gusta pensar que alguien me espera, que me esperan, que hay alguien…” Me auto-excuse como cada tarde/noche en la que llego.

Acelero la velocidad del ventilador que había girado sobre su eje todo el día sin poder disimular el estancado calor que hacia en ese momento.

Me irrito, me irrita.

Dejo el maletín (que me había olvidado de soltar) apoyado al lado de la mesita en donde estaba teléfono. Me saco los zapatos sin usar mis manos, con las que desarreglo mi camisa y empiezo a desabotonarla. Mientras tanto, sin parar de abanicarme con mi mano, camino hacia el final del cuarto en donde estaba, como si el desplazamiento de aire que ese movimiento generaba pudiera calmar mis inquietudes, mis penas. Observo, repito, camino, susurro. “Ya ni me saludas” se escapa de mi boca con tono casi sobrante, casi impotente. Luego, las palabras se vuelven invisibles y el silencio recupera su inmutabilidad.

El estaba ahí, postrado contra la pared sobre el viejo sillón tapizado con flores, como cuando me fui, como cuando llegue. El estaba ahí, quizás.

Busco aire, abro las altas puertas que dan al pequeño patio de cemento que tiene mi departamento. Busco aire, no lo encuentro.

Camino unos pasos hasta la cocina, todo esta cerca, el departamento es pequeño, o así lo aparenta. Busco y preparo. Pava, mate, yerba, azúcar, bombilla, cuchara, agua, fósforo, hornalla, fuego. “¿Vos vas a tomar algo?” le pregunto. Silencio.

Me acerco a el con la pava hirviendo en una mano y, en la otra, unos tarritos de plástico con yerba, azúcar, y sus correspondientes nombres escritos en cada uno. En otro viaje llevo una pequeña cuchara y unas galletas.

Me siento en el sillón de al lado, lo miro, me miro, me arrimo, digo.

Yo - ¿Qué pasa?

El - ¿No te das cuenta de lo que pasa?

Yo – No, sinceramente no…

El – Es simple, pero no se como decírtelo.

Yo – Simple, decilo.

El – Es que…- titubea - no tenés cara.- Dice con voz casi temblorosa, casi firme.

Yo - ¿A que te referís con eso? – Me atraganto con una galleta.

El – No tenés cara, no tenés…- repite.

Me tensiono, me retuerzo, me enmudezco, pero por fuera no me inmuto ante sus palabras y respondo con un leve carcajada.

Yo – No entiendo a que te referís…-

El – Me refiero, concretamente, a que no tenés rostro – Redundante repetición con voz calmada.

Lo miro, me miro, no entiendo. Extiendo mis manos, las miro, me miro. Acaricio mi cara con ellas, busco. No estoy seguro de lo que siento, de lo que no siento. No entiendo. “Posiblemente imposible, lo que me dice es posiblemente imposible” pienso. Busco de nuevo, rozo, acaricio, raspo. No siento. Desespero. Inhalo profundo y exhalo por la nariz que ya no siento, que ya no tengo, ¿Qué ya no tengo? Intento mantenerme calmado y, por la boca que ya no siento, que ya no tengo, ¿Qué ya no tengo?, le digo:

Yo - ¿Qué pasa? ¿Qué me hiciste?

El - ¿Yo? – Retórica – ¡Yo no te hice nada! – Exclama suavemente.

Yo - ¿Qué le paso a mi cara? ¿Qué le paso? – Comienzo a ponerme agresivo.

El – No se… ¿la tenias cuando entraste? – Sutileza.

Yo - ¡¿Que clase de pregunta es esa?! ¡Yo siempre tuve mi cara!- Grito mientras golpeo el sillón, al aire, y a mi mismo.

El – Yo nunca vi tu rostro… pensé que sabias que no la tenias ¿Nadie lo noto? – Dice asombrado. - Será que ellos tampoco tienen…- Susurra.

Me levanto y empiezo a caminar por la habitación. Circulo en círculos alrededor de las cosas, alrededor de mi mismo, al compás de la frase “¿Cómo puede ser?”. Estoy lleno de ira, estoy totalmente irritado, estoy… ¿o ya no estoy?

Grito contra la pared. Eco. Vacío. Blanco. Silencio. Bronca. Grito. Eco. Vació. Blanco. Y silencio de nuevo.

No se que hacer. “¡No se que hacer!” siento, digo. Soy un torbellino de inconclusiones, de dolores, de incoherencias. “¡Te odio!” le digo, “¡Me odio!” dice mi silencio. No se que hacer, no se que no hacer. Me encuentro completamente anonadado, perdido. Froto mi pera, mi cabeza, cruzo los brazos, las piernas, los dedos, miro a un costado, al otro, abajo. De nuevo no entiendo. No comprendo la situación, no te comprendo, no me comprendo.

Yo – ¿En donde esta mi cara?

El - ¿Cómo habría yo de saberlo? Vos la perdiste, vos no la encontrás.

Yo - ¡No! ¡Yo no la perdí! ¡Yo la tenia cuando vine!

El – ¿Estas seguro?

No lo soporto. No soporto su tono de voz, su mirada, su aspecto. “¡No lo soporto! ¡Quiero matarlo!” escupo dentro de los limites de mi mente. Tomo el martillo que deje sobre la mesa el miércoles pasado. Me acerco, no se mueve. “No puedo hacerlo” surca mi mente, pero no me detengo. Estoy a su lado, a mi lado. Estiro el brazo, el estira el suyo. Lo bajo con fuerza, el intenta detenerme, no puede. Le duele, me duele.

Mil.

Mil pedazos de él derramados sobre el suelo.

Mil recuerdos de reflejos,

Mil reflejos de recuerdos,

Mil.

Ya no lo mirare, ya no me mirare.

La saliva sedienta chorrea. La sangre acaricia mi mano, mi martillo.

Puño cerrado.

Me quedo inmóvil un instante.

Me recompongo, o eso me hacen creer.

Camino hasta mi cuarto, me acuesto, me tapo, me limpio la sangre de mi brazo con las sabanas, pongo el despertador a las 6:30 hs, apago la luz y, placidamente, me ahogo en la oscuridad de la oscura noche oscura.


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jueves, 29 de mayo de 2008

Primera

La vida se la pasa desarmandonos y armandonos continua y caprichosamente como a un rompecabezas (siempre con piezas faltantes). Somos asi de manipulables segun creo. Estos "cuentos", estas ficciones catarticas (a publicar), son mi sentir frente al juego, nada mas y mucho menos.


Respecto al formato de pimiento del blog, no hay otra justificacion mas que "me gusto" jaja.


Saludos.

Iván.