jueves, 19 de junio de 2008

El pulóver

El fuego era de colores que nunca había visto tiñendo este fenómeno. Rojo sangre ardiendo, fuerte, quemando, turquesa saturado después y varios tipos de verdes también. Los colores azarosos cambiaban, los azares coloridos fluctuando, pero los finales del fuego estirado se mantenían amarillos y naranjas siempre. Su brillo rebotaba en el pavimento, la noche lo ayudaba centellando silencios apagados, oscuros. El hombre se estaba incendiando, ahí, frente a mis ojos, moviéndose de un lado a otro con los brazos levantados, gritando con todo su aire como si eso pudiese aliviar algún dolor. Estaba tan cerca, tan cerca que casi podía imaginar su rostro debajo de las estridentes olas de celofán ardiente, que casi podía sentir sus dientes apretados unos contra otros, el dolor en las venas, la sangre hirviendo y la piel escrita, marcada por el rigor de nuestra propia fragilidad. Estaba a escasos metros y mis ojos no perdían detalle. Las llamas partiendo de su torso, de sus piernas, de sus adentros, ahogándolo a el, a todo ese instante eterno. El olor a pelo quemado, a sueños desechos, inundando el aire inmóvil veraniego. El semáforo detenido en rojo, el auto gris estrellado, el metal retorcido, la nafta derramada, los pedacitos pequeños de vidrio empapando el piso, la sangre, la mucha sangre, y el fuego, fulgurante, ahuyentando esperanzas. Y nosotros quietos, esperando algo, cualquier cosa, pero algo, congelados por la frialdad de la traición, la alevosía de lo cotidiano. Y nosotros inmóviles, física y mentalmente, como si fuésemos gustosos espectadores de algún banal programa de televisión. Y el, ahora, dejándose caer al piso y empezando a rodar, a retorcerse, a comprimirse, como una cucaracha inundada en insecticida, como una madera humedecida y luego dejada al sol excitado. No parpadeaba, yo. Mis manos en los bolsillos del pantalón y las de una mujer enfrente cubriendo su boca, remarcando sus ojos verdes cristalizados, abiertos hasta no poder más. Nosotros dos, ella y yo, los únicos que presenciaban el hecho, seguimos sin movernos, no por morbosidad, sino por incapacidad, por nuestra imposibilidad de enfrentar a la muerte o a la posiblemente inevitable muerte. Tan incapaces nosotros, tanto miedo neurótico asfixiando, que ni siquiera podíamos lidiar con la muerte de otro, que se presentaba así, con tanta naturalidad, con tanta belleza impune, tan llena de furia que desgarraba cualquier intento de suceder. El fuego no cedía, no pasaba lo mismo con el hombre. Sus movimientos eran cada vez más lentos y limitados. Sus gritos cada vez menos espesos, su alma cada vez más blanda.
La sed raspando mi garganta obliga e intento tragar saliva sin éxito, rodeado de sonido a papel arrugándose, siendo aplastado, desapareciendo. Y todo calado por la luz amarilla de un farol verde oxidado, descascarado. El calor se hace insoportable. Mi frente se llena de transpiración y una gota cae por el lado derecho de mi cara y se mezcla, salada, con la primera lágrima de la mujer de enfrente. En ese momento, otra persona, un hombre alto, flaco, con barba negra y oscura, muy oscura, sale de la nada, de mi nada, y corre hacia el fuego corpóreo mientras desata un pulóver rojo tejido con lana fina de su cintura. Estaba a mis espaldas, no lo había visto, ni escuchado, ni sentido, hasta que paso golpeando mi hombro con el suyo, como si no me hubiese visto, como si no existiera. Saltó, encima del hombre en llamas, con el pulóver extendido y lo cubrió, después alejo el pulóver y repitió el procedimiento una y otra vez, hasta apagarlo. Tanta desesperación, tanta, hasta que el hombre, tirado en el suelo, se apaga, finalmente, se apaga. La muerte en la retina, de nuevo, la costumbre fatídica. Pestañeo fuerte, negro, pestañeo de nuevo unos segundos. En la oscuridad de la piel me invade la sensación de que todo gira, no es un mareo, es muy diferente. Siento la presión centrifuga del movimiento contra mi cuerpo. Abro los ojos. Estoy en el mismo lugar, en la misma parte de la vereda, con la misma noche calurosa, pero sin accidente, sin hombre en llamas. Enfrente una mujer con jean negro y una remera violeta espera para poder cruzar la calle. Tiene ojos verdes tan grandes y hermosos que puedo verlos desde donde estoy. El tiempo pasado roto y el presente desarmado como un rompecabezas se instalan en mi estomago. Atrás, a una cuadra, se acerca un hombre alto, es él. A mi derecha, a gran velocidad, un auto se agranda a medida que se aproxima. Es gris, es ese. Adentro un hombre maneja sujetando el volante con las dos manos, es el. En el asiento del acompañante una mujer sonríe. Todo empieza a ralentizarse. Los sonidos se pierden entre pensamientos reverberantes. Veo el auto viniendo, después, el semáforo en rojo, giro mi cabeza, de la otra esquina viene otro auto, no me detengo en el color, ni en la forma, ni en quien lo maneja. Todo empieza a encajar, todo cobra sentido. Como si fuese un cálculo matemático resuelto, todo encaja, puedo ver el final en mi mente ahí guardado, lo revivo varias veces mientras observo. La fría seguridad de lo que va a pasar me abriga, piel de gallina. Sé, yo sé. El tiempo flemático y la reconstrucción evidente en mi memoria que de a poco se vuelve presente. La mujer que espera cruzar se balance en el cordón sin sacar sus ojos claros del auto que sigue acercándose al semáforo. El asfalto caliente se siente en la cara. Esa funesta sensación se instala definitivamente en mi pecho. Inevitable destino. Los dos autos ya están cerca del semáforo. El auto gris no baja la velocidad. El hombre que conduce habla con la mujer de su lado, la mira y sonríe. La luz del farol verde desgastado titila, la mujer de enfrente suspira al piso, unos pasos retumban en el vació de mi espalda, una hormiga, frágil, es aplastada por el peso de las estrellas y el hombre, aquel hombre que maneja, aquel con su destino desnudado en memoria, pestañea demasiado fuerte.



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lunes, 9 de junio de 2008

Implosión



Tirado en el corto (diminuto) pasto de la plaza, estoy. Sentado ahí, piernas cruzadas, brazos sueltos, inalterable. Juego, experimento, trato. No se si funcionara, no puedo estar seguro, pero quiero intentarlo. Necesito encontrar alivio.

Elijo y miro fijamente. Esas flores rojas, no se de que especie, serán mi ultimo recuerdo. No me muevo. Me concentro. El silencio hace callar todas las voces a mí alrededor, todos los gritos, todas las afonías, todos los minutos. “Listo”, pienso. Dirijo mi vista hacia otro lado, la mantengo fija en un punto cualquiera, pero no miro. Busco las flores en mi mente, con calma, con detenimiento. Las encuentro, son claras, por fin pude atrapar su imagen. Proyecto. Recuerdo una vez más el camino hacia mis otros destinos. Cierro los ojos con fuerza, ya no los necesito.

Me paro y camino lentamente. Intento prevenir la realidad que me rodea moviendo mis brazos extendidos hacia delante. En mi cabeza repito sin parar “sesenta pasos y a la izquierda, cuarenta pasos y a la derecha, semáforo, cordón, poso, cordón, baldosa suelta. Veinte pasos más, ahí, ahí esta”. Cuento cada movimiento, cada paso, cada acierto, cada error. Sigo las instrucciones rigurosamente. Pronto estoy cerca de mi destino, puedo sentirlo y lo siento. El olor de la panadería acaricia mi nariz y exalta mis papilas gustativas. Llego. Me paro frente al local. Huelo por un momento. Me alejo unos metros. Busco aquel olor en mis recuerdos, en mis anhelos. Lo encuentro, es claro, por fin pude atrapar su aroma. Inhalo y exhalo aire por mi boca. Dejo de respirar por la nariz, dejo de oler, ya no lo necesito.

Busco de nuevo en mi mente. Trazo mi recorrido y emprendo viaje nuevamente. Esta vez el camino es más largo, más complejo. No tengo que olvidar ningún detalle, seria mi perdición. Repaso cada movimiento (planificado) antes de ejecutarlo. “Paso, paso, pozo, paso, paso, paso, paso, enunciar: “buenos días señor Álvarez”, pequeña sonrisa, paso, árbol, cordón, paso, paso, cordón (…)”. (Una gota de sudor insubordinada no se atiene al plan y pronto es muerta por un movimiento ágil de mi mano). Es lejos pero estoy pronto a llegar, lo presiento. Rozo la pared con mi mano mientras camino. Los ladrillos vistos hacen cosquillear mis dedos, que luego vibran al compás de una reja. Encuentro, con mi brazo extendido, lo que tanto había buscado. Las hojas del pino juguetean entre mis dedos. Es una sensación extraña, casi tan suave como turbulenta. Deseo olerlo, me reprimo, sigo. Mis manos vuelven a acariciar solo aire, el árbol se termina. Piel de gallina, pelos erizados, los guardo en mi memoria. “Debo recordar” me repito. Busco la sensación en mi cabeza, la encuentro, la exploto, la siento, y me convierto en su dueño. Cierro mis puños, ya no los necesito.

La próxima parada esta a solo unos metros. Camino hasta esa esquina. Calculo, me paro, giro a la izquierda y hablo: “Hola, déme uno de esos paquetes de caramelos que están a su izquierda, los frutales”, digo. Extiendo mis brazos, mis puños cerrados, mis ansiedades reprimidas, con un billete y, a cambio, recibo lo que pedí, más unas monedas y un “gracias”. Abro el paquete bruscamente con mi boca. “Que sea rojo, que sea rojo” deseo. Tomo el primer caramelo con mi lengua. Naranja. Lo escupo y pruebo de nuevo. Esta vez lo encuentro. Saboreo, disfruto, me concentro. Memorizo. Placer. Quiero que no se termine, que no acabe. Me quedo inmóvil. Las personas pasan a mí alrededor distraídas, las oigo. El volumen del caramelo disminuye cuantiosamente. Todo se resume a los restos de lo que alguna vez fue. Trago. Levanto mi cabeza como si mirara hacia el cielo. El sabor ya se escapo de mi lengua, de mis dientes, de mis encías, pero no de mí. Lo tengo. Trago toda mi saliva, cierro mi boca, ya no las necesito.

“Ya falta poco”, me esperanzo. Me muevo. Avanzo o, tal vez, retrocedo, pero me muevo. Destino. Me detengo en una esquina (o eso espero). Extiendo el brazo. Lo dejo así durante unos minutos. Escucho venir el colectivo, su motor, su bocina, mis penas. Responde a mi seña y se detiene. El agudo sonido de los frenos me hace retorcer. Me muevo. Me sujeto del pasamanos, apoyo mi pierna en el primer escalón. Me detengo. “No puedo dejar que me vea así, no puedo ¿Cuál seria el sentido de hacerlo?” Me reprocho. Le doy a entender al conductor que no voy a subir y continúa con su recorrido. Mi plan cambia, pero ahora planifico sobre mis vacíos.

Grito, aúllo, llamo. Una persona se acerca y le pido que me indique la ubicación de un teléfono público. Amablemente, y sin decir una palabra, esta persona, de sexo y carácter indefinido para mi, me acompaña hasta uno. Levanto el tubo. Memoria. Marco. Pulso, ciclotimia. Espero. Espera. Nervios. Una suave voz se escurre entre el plástico desgastado. “Hola” repite una y otra vez. Duele, cada palabra duele. Mata, cada silencio mata. Mis ojos se irritan. Respiro profundo. Soporto, reprimo. Arde, mi nariz arde. Quema, mi carne quema. No quiero hacerlo, no quiero. Mis ojos se desangran. Recojo cada milímetro de su hermosa voz, lo doblo, lo guardo. Cuelgo. Tengo, la tengo. Seco mis lágrimas, pronto otras deshacen mi trabajo. Tapo mis oídos, ya no los necesito.

Gris y grises me rodean. Me siento en el frió piso, me abrazo a mis impávidos recuerdos y… me resumo a ser.



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martes, 3 de junio de 2008

Confesiones de una oníria esquizofrénica


Ella y yo sabíamos que esto era un sueño. Sabíamos que nuestras manos nunca se habían tocado, que nuestros gritos no aturdieron silencios y que su sonrisa no provoco aquel terremoto. Nosotros, ella y yo, éramos concientes de que, irónicamente, no éramos más que creaciones del inconsciente, o de algún otro lugar igual de oscuro, igual de lúgubre. Sabíamos que moriríamos con el primer rayo de sol en mis ojos, o con cualquier áspero sonido en sus oídos. Ella y yo, nosotros, sabíamos que cada inexistente segundo, que cada insubordinada arruga, que cada ciclotímica noche y que cada una de aquellas mil eternidades nunca nos pertenecieron ni nunca nos pertenecerían, por eso agradecíamos, por eso disfrutábamos y por eso, simplemente, éramos.

Fue en medio de todo ese cotidiano real absurdo, en una tarde de invierno otoñal, de hojas inmensas cabalgando en torpes vientos, de soles apagados y cielos rojos. Fue en una de esas tardes de pomposas gotas de lluvia, sentados en un blando banco blanco de su plaza favorita, cuando le confesé ese secreto que ella ya sabía y que yo ya sabía que ella sabía.

Nuestras miradas se unieron, como si no hubiese más que mirar, como si el absorto tiempo nos absorbiera. Sus ojos brillantes vibraban mientras rodee sus manos con las mías. Quería decirlo, quería decirle, pero las palabras aturdidas me atragantaban. Recogí el pelo de su rostro y lo coloque detrás de su oreja, dude cincuenta y tres veces, acerque mi boca hasta su oído, intentando evitar que los árboles de los alrededores oyeran, y murmure mi grito casi sin aliento. Las palabras acariciaron fríamente mi lengua segundos antes de estrellarse contra su impaciencia, contra mi conciencia. “Estoy loco” le dije y luego aleje mi cara lentamente. Ella no necesito hablar, nunca lo necesito. Se quedo completamente inmóvil mientras una cristalina lágrima atravesó verticalmente su pálida cara. Me aleje un poco más. Nunca supe controlar la intensidad emocional en mí y, mucho menos, en otras personas, especialmente las queridas, por eso la situación me aterraba. Ella apoyo sus manos en el banco y se movió poco a poco hasta quedar a mi lado, estiro sus brazos, los estiro cada vez más, como si nunca hubiesen sido dueños de una estructura particular, y me cubrió totalmente, y me abrazó como se abraza a una idea recién nacida. Nos quedamos inmóviles, inertes, perdidos en la calidez del otro y de su otredad. Y así, quietos, observamos tres amaneceres de diferentes colores. Observamos cómo se extinguían aquellas ciudades que dos días antes habíamos construido, como un espejo se reflejaba en una persona trasparente y como un grupo de niños parían un sueño. Y así, en silencio, escuchamos el sonido de cien realidades interpolándose, del primer llanto de una mujer que poco antes se había convertido en mujer y escuchamos el crujir de los planetas moviéndose.

Ese perfecto momento fue interrumpido por un suave movimiento de ella. Me soltó para luego alejar su ruborizada cara unos centímetros de la mía. En ese instante desconocía que sus prontas palabras cambiarían toda la noción, nuestra noción, de lo que éramos o de que pensábamos ser. “Tengo que confesarte algo…” dijo con su preciosa voz ronca. Se detuvo unos instantes, bajo su mirada, y sin despegar sus dientes dejó filtrar unas palabras entre ellos, entre sus vacíos: “yo también estoy loca”. La sorpresa se trasladó a todos los músculos de mi cara que se encargaron de representarla. Las palabras retumbaron en mi cabeza por algunas horas, si es que alguna medida temporal fuera valida en aquel entorno. Estaba muy confundido, no sabia si sentirme por fin comprendido o preocupado, feliz o triste. Ella no sabía si esto que nos sucedía era bueno o malo, ético, moral o amoral. Ella y yo nos dimos cuenta que este particular mundo que no nos pertenecía pero que creíamos entender no podía ser entendido por nuestras alteradas mentes. Nosotros, ella y yo, nos dimos cuenta de que quizás, solo quizás, aquello no era más que la realidad desvirtuada, deformada por nuestra incapacidad de compresión del mundo y no un sueño. Y, ella y yo, nosotros, comprendimos que antes nuestra intangible realidad irreal era lo mas real que teníamos, nosotros pertenecíamos a ella, éramos parte de ella. Comprendimos que nunca comprendimos nada, si era verdad que la nada era lo que creíamos que era la nada.

Y todos los colores que nos rodearon comenzaron a desaturarse. Y todas las certezas que teníamos, todas las certezas que éramos, se convirtieron en miedos. Y quizás, solo quizás, aquel amor, aquel amor que nos unía, que reformulaba el mundo con cada parpadeo, quizás aquel amor que nos creo era parte de la irrealidad de la onírica realidad. Y tal vez, solo tal vez, no existíamos ni siquiera en un sueño, ni siquiera en un perturbado inconsciente.

Una terrible sensación de inseguridad empezó a crecer en mi pecho. Se sentía frió, pero de aquel frió que arde, que quema. Y se sentía doloroso, pero de aquel dolor que no duele, sino que directamente mata. Ella se sintió igual o tal vez peor o, tal vez, no sintió nada. “Ni siquiera soy dueño de mi mismo ¿Cómo podría amar? ¿Cómo podría ser?” era uno de los tantos pensamientos que me excluían de aquel mundo. Y entre tantos temores y dudas, y entre tanta enajenación y secretos todo siguió cambiando. Aquellos colores desaturados se convirtieron en un profundo negro que fue devorándolo todo poco a poco. Nuestros cielos primero, nuestros mares luego. Y su crecimiento siguió hasta rodearnos, hasta borrar todo lo que alguna vez conocimos como verdadero. Ahora solo quedábamos ella y yo y sus ojos bermellón, sentados en aquel banco que ya no tenía color ni consistencia. Ninguno de los dos se movía, ninguno de los dos intentaba hacerlo. Solo contemplábamos, solo no entendíamos, solo no sentíamos. Ella bajo su cabeza y comenzó a llorar. Sus lágrimas ya no eran cristalinas, ya no eran transparentes, sino que ahora eran opacas y pesadas como algún metal barato. Toda aquella angustia desbordo mis defensas y se hizo insoportable. Imitando inconscientemente su accionar también baje mi cabeza y empecé a llorar. Ya no nos miramos, como si nuestras lágrimas alimentaran nuestra resignación, como si ya no hubiese nada más que mirar. Nuestra oscuridad siguió avanzando, siguió consumiendo nuestros alrededores. Y nuestra oscuridad siguió avanzando y comenzó a consumirnos. Nuestros pies primero, nuestras rodillas luego. Aquel brillante negro florecía lentamente pero sin detenerse. Ella comenzó a temblar, su nariz y pómulos tomaron un color rojo intenso, magnificado por el contraste con su piel blanca. Estaba empapada por sus propias lágrimas y el aire, naturalmente calido, se había helado. El impávido castañeteo de sus dientes golpeando unos contra otros sonorizó el momento. Tomé su fría mano, la acerque hasta mi y dije: “toca mi pecho y sientete”. Un inmenso alivio dibujó una pequeña sonrisa en su cara. Tomaste mi mano, la acercaste a tu calido cuerpo y dijiste: “toca mi pecho y sientete”. Y me sentí y te sentiste. Levantamos nuestras miradas lentamente hasta lograr que se encuentren y nos encontramos. Y así, en silencio, quietos, eternos, desaparecimos.


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