miércoles, 25 de marzo de 2009

Tres minutos con la realidad


La escena estaba iluminada solamente por la intensa luz de la luna llena, solitaria, sin nubes, sin nada más que su encanto poético mil veces repetido, que su potencia fulminante tantas veces citada. El día azul se reflejaba en el mango metálico del cuchillo mantequero, aparentemente sin filo, aparentemente sin vida. Es rara la sensación, la de tener algo no perteneciente a nuestra propia carne, invadiéndonos, atravesándonos. Es desesperante no poder huir hacia ningún lado, no poder huir de nosotros mismos, de nuestra propia materialidad. Es aterradoramente insoportable sentir que, mas allá de cualquier adjudicación poética a nuestro ser, de cualquier capacidad de abstracción intelectual que poseamos, al final, no somos más que carne erguida herida por una simple cosa, por un objeto, después de todo, tan objeto como nosotros mismos. Y es que la esencia no sobrevive al cuchillo. Y en algún punto, toda esa maraña de temores y sentidos y sentires vence al mismo dolor y la muerte parece algo demasiado simple.
La copa de vidrio rota como una gota estrellada y el vino derramado sobre el mantel blanco, rodeando el plato de cerámica vacío y cayendo por el costado de la mesa.
La sangre desbordada, traspasa mi camisa clara, se extiende, crece. “Tendría que haber cenado algo mas rico” pensé. Mi piel se enfría y contagia el aire a mí alrededor.
Sus manos estaban sobre el cuchillo, sujetándolo con fuerza, apretándolo contra mí estomago. Mi sangre se hacia venas en su antebrazo y la recorría lentamente hasta convertirse en una flor más de su vestido lleno de beleños blancos, de ese, mi vestido favorito.
Nunca había visto sus ojos así, tan llenos de nada, asfixiados, casi muertos, pero tan bellos, tan hermosos. Sus ojos vueltos espejo, reflejándome, absorbiendo la luna, convirtiéndose en luna, en dos lunas, tres lunas.
Los músculos de su cuello, los de sus brazos, los de su cara, contraídos, tensos a mas no poder, parecían estar a punto romperse, de partirse, como el aire calido veraniego cuando se aproxima la lluvia.
Sentí el pasto suave entre los dedos de mis pies, me gustaba estar descalzo cuando comíamos en el patio. Sentí la sangre bajando por mi torso, acumulándose en la silla y goteando en la hierba. La imagen del pasto rojo, salpicado, me atemorizo.
Rodeé sus manos con las mías, me hundí en el calor rojo de mi sangre robada. Mis ojos caídos en nuestras manos juntas extendiéndose hasta mis adentros. Corrí la sangre de su piel tersa, limpie mis manos en mi pantalón y volví a abrazarla pero, esta vez, tocándola. No hacían fuerza, mis manos muertas sobre las suyas, estaban ahí, casi flotando en el ardor exultante que irradiaba. Es increíble como las cosas bellas se complementan con tanta simpleza, con tanta naturalidad, como si fuesen parte de la misma cosa. Su piel y la luna, tan cerca, parecían acariciarse, degradarse con el roce mutuo, mezclarse y perderse ambas, en el líquido reflejo del otro.
Mi boca se llenó de un fuerte sabor metálico y mi lengua se pegó automáticamente al paladar para saborearlo. Me recordaba a mi infancia, a las tardes de café con leche y galletitas, a lamer del cuchillo los restos sobrantes del dulce de leche con el que untaba las galletas.
Sus labios, endurecidos como todo su cuerpo, se relajaron y su boca desértica y temblorosa suspiro: “Te amo”, hizo una pausa, trago seco y siguió “te amo demasiado, es mas de lo que nunca ame a nadie, es mas de lo que mi cuerpo puede soportar… te amo demasiado y eso me esta matando”. Sus palabras retumbaban en la noche redonda y la última repetición del sonido ya extinto llego a mis oídos diluido por la sangre espesada por el aire. Del otro lado no hay nada.
Mis manos sobre sus manos, de nuevo, pero esta vez fuerzo, empujo hacia mí y ella se resiste a mi esfuerzo, se sorprende. Trago mi propia sangre amarga y sonrío levemente y el rojo desborda mis labios petridos. Sus ojos ahora son de vidrio. Empujo de nuevo sus manos, sus manos, mas fuerte, hacia adentro, la caricia metálica se vuelve mía, no duele, y me divide, me divide en dos, en humano y en animal, en esclavo y libre. Mis manos se despegan del mango brillante, igual las de ella y caigo hacia un costado, hacia el piso. Apoyado sobre mi hombro, sobre mi suelo, mi horizonte se llena de verde, inmenso. Todo se llena de pasto y de olor a tierra, a tierra húmeda, humedecida por mí. Ella se acerca con movimientos tímidos y se acuesta al lado mío. Una ola de viento hace vibrar los árboles que silban agudos. Ella apoya su cara fría al lado de la mía, sus ojos cerca de los míos. Su respiración de mar se choca contra mis labios secos. “Parece que va a llover” dice y estiro mi mano roja pardo perlada hasta sus ojos y bajo sus parpados granates y, así, se termina el acto final.

3 Comments:

ineschi said...

Soslo más hermoso que me pasó en la vida sabés?... sos definitivamente (con la gravedad que la palabra implica, y con mucho más infinitismo del que expresa) mío..
Mío.
Mi estufita de toda estación.

Y que tengas vergüenza de leerme tus cuentos.. es muy tierno. Te amo. Te amo nenito.

Y me derrito cuando me lees, y cuando me mirás y cuando pensás y cuando me decis todo sin decirme nada pero diciéndome todo.

Te amo.

Te amo.

Inés

ineschi said...

Tenés millones de cosas que te hacen único (único para mí) entre ellas, entre todas todas tus maravillas hermosas y horrososas, está ese poder, ese hermoso poder.. de seguir siendo para ahora y para siempre, para mí,la persona más hermosa en todo sentido, de afuera de adentro de los costados... de todos lados..
Sos único y mío. Eso nadie va a cambiarlo. jamás.

Te amo.

pequeña said...

hermoso, los dos(i(van) e i(nes))... se ven hermosamente,tras un velo de encuerntros que se acurruca en el parpado de la luna, tan llena, tan redonda.
paula(pequeña)
pto.madryn
chubut